Aún permanecen sus viejos muros,
restaurados por la pintura reciente;
ya no se aprecian las humedades,
las grietas, el deterioro, su sombra vetusta,
digna de una mansión de Nosferatu.
Les han arrebatado su memoria
y pretenden parecer actuales
sus naves sobrias y centenarias,
las ojivas de sus ventanales
que observaron el quehacer
del hospital y del convento,
del rebullir y celo de la tropa
en las compañías del regimiento
en que se acabó convirtiendo.
En sus espacios intermedios
aún resuena la voz del teniente
o el sargento ordenando ¡firmes!,
¡saluden!, ¡ alto o de frente!;
puede imaginarse casi con detalle
la revista de policía de cada tarde,
con su relucir de botas impecables,
para gozar del paseo conveniente.
Hoy, amigos, otros sonidos se escuchan
en el contorno: trinos de pájaros,
rumores de fuentes, los estudiantes
que descansan en algún banco
o haraganean en el césped. Porque
lo que fue marcial explanada de desfiles,
ahora es jardín placentero, civil espacio
de recreo, campus, cualquier cosa
que no recuerde su uso pretérito;
pero era ahí, entre esos parterres,
donde se efectuaba la instrucción
o las tablas de gimnasia; ahí donde
el sargento me agredió por no marcar
bien el paso; donde ensayaba la banda
de cornetas y tambores, y la tropa
desfilaba una vez por semana
o se practicaba deporte en horas de asueto.
Hay algunas nuevas construcciones
donde se ubicaba la pista americana,
no queda rastro de sus murallas y garitas;
los edificios auxiliares, que daban guarida
a los mandos, habrán sido derruidos
y sus inquilinos ya son jubilados o difuntos.
Si te acercas al vestíbulo de la entrada,
donde otrora desplegara la guardia
y con indumentaria de gala
se recibía al coronel y al "pájaro",
aún parecen resonar las voces viriles,
el ajetreo de soldados, el traqueteo de fusiles,
esa detonación en la madrugada
de una bala que quedó en la recámara,
el sonido de trompeta emitiendo
los toques ordinarios de reglamento:
Diana, llamada, fajina, retreta, silencio.
También se recuerdan las horas
interminables en el cuerpo de guardia,
el juego de naipes, la lectura de un libro,
la noches sin sueño o soñando el permiso,
el miedo a dormirse en la hora de servicio
o los pasos contados, fusil al hombro,
lluvia, tedio, noche y nervio,
yendo y viniendo a la garita,
barruntando que te sorprendiera el "rojo"
o lo que era peor, un oficial receloso.
Puedo aun reconocer las compañías
a izquierda y derecha, perpendiculares
a las alas del largo pasillo, como un cenobio
de literas potreadas, donde no se premiaba
la virtud y el recato, sino vicio y exceso;
la hilera de taquillas numeradas,
ordenadas con provisional negligencia,
y al fondo los retretes, en los que
cada mañana, a las siete, los espejos
reflejaban tu cara de petimetre,
desvestido y tras haber pasado el recuento,
y donde se evacuaba el rancho jodido
de legumbres y pescado insípido
o los más osados liaban un canuto clandestino.
No quedará nada, me pregunto,
de aquella agitación colmenera,
¿ni siquiera la memoria celebrada
de los mártires que la honraron
inmolados en Marruecos o Cuba,
o sus remotas glorias en Flandes
y sus éxitos en la lombarda llanura,
recordados por los mandos
en ciertos momentos a boca llena
menospreciando sacrificios y penas?
Nosotros, los que fuimos abejitas
de ese panal febril y laborioso
del sufrido cuerpo de infantería
y padecimos su rigor y sus fatigas,
el escarnio y las bravatas,
escuchando circunspectos
el ardor de su himno austero,
pensamos si fue vano aquel esfuerzo
que no merezca del edificio la cortesía
de que se recuerde nuestro breve paso
forzoso por ese valle de abrazos
y lamentos, cuya travesía, acaso,
no conocerá otra memoria que estos versos.
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