Oí hablar por primera vez de José Lezama Lima en un breviario divulgativo sobre la poesía cubana de la revolución, allá por los setenta del pasado siglo. Fecha con la que queda claro cuáles eran los albures y a qué revolución nos referimos. Era un librito delgado y estrecho, pero en él se nos familiarizaba con nombres de poetas del todo desconocidos. ¿ Que por qué leí aquel breviario? En primer lugar por su precario coste, pero también porque para la mayoría de los jóvenes de nuestra generación resultaba casi imperativo empatizar con los barbudos de la sierra Maestra.
Entre los nombres a destacar en aquel índice de poetas se encontraba el de José Lezama Lima. En dicho librito, se reseñaban algunas estrofas de su poesía que, aisladas de contexto, se hacían incluso más peregrinas y herméticas de lo que en realidad eran. Tiempo después, adquirí una antología de sus poemas titulada: Posible imagen de Lezama Lima, recopilada por José Agustín Goytisolo y editada por Ocnos. La primera impresión fue la de una poesía densa y difícil de destripar. Deslumbraba por su barroquismo en el lenguaje, característica que luego reconocí en gran número de escritores de la isla, desde Carpentier a Cabrera Infante. Pero el hecho de que su discurso me pareciera ininteligible no fue crucial para que lo desechara del todo, pero si propició un cierto alejamiento.
Años más tarde me hice con el segundo tomo de su poesía completa, publicado por Aguilar, a bajo precio, en una librería de lance. Es seguro que intentara familiarizarme de nuevo con sus versos durante las primeras jornadas tras la compra, pero algo debió desalentarme pues su lectura no prosperó. Seguramente, esta adquisición tuvo lugar mientras yo escribía mis primeras novelas, y antes de fraguar en resignado bibliófilo, menester el cual propició que consiguiera una edición en mejor estado de su poesía completa, en dos volúmenes, con su correspondiente sobrecubierta, también de Aguilar, años más tarde. Pero desde que descansan en mi biblioteca, no sé si en algún momento me he detenido a hojear sus páginas o a intentar descifrar el críptico mensaje que esconde su musa.
Mas la figura de Lezama siempre surge cuando se comenta la literatura cubana, y su vicisitud durante el ímpetu revolucionario y la relación con sus lideres, que sin duda auspiciaron, si no manipularon, la cultura en la isla. Seguramente no habría intersticio en La habana donde no se infiltrara su perverso dirigismo. Lezama probablemente permaneció impertérrito mientras la maquinaria política tejía su telas de araña en las que atrapar al díscolo literato y al ingenuo contrarrevolucionario. Se lo imagina uno apoltronado en la silla de su despacho, rodeado de una copiosa biblioteca, frente a legajos y dosieres apilados en su mesa, sudando la gota gorda de la cálida y húmeda climatología, fumando y refumando, urdiendo con una pluma una minuciosa y aplicada caligrafía, creyendo hasta el último momento que con el agitado hormiguero conceptuoso que deshilvanaba con su abigarrado estilo servía con fervor patrio los soñados ideales de la cruzada revolucionaria. Así lo comprobamos en una instantánea fotográfica. Es lo que queda para los anales literarios.
Por fin, teniendo en cuenta una recomendación de lectura indicada por cierto ilustre intelectual, me decidí a hincarle el diente a su obra más celebrada, Paradiso, tengo entendido que publicada, pese a sus detractores, por indicación del mismo Fidel. Como había decidido alcanzar aquel nido de ametralladoras, cayese quien cayese, aunque a ritmo trompicado pero con rigurosa disciplina, alcancé su última página. La novela me pareció un recherche proustiano de pantagruélico intríngulis. Siento no haber compartido con su protagonista las manglanescas bifurcaciones de su desventura, pero es que abordaba sus páginas como quien apura la purga de una prescripción facultativa, dosis tras dosis.
Hoy ha salido a subasta una 1ª edición de Paradiso; he pujado 50 euros, pero no sé si rascaré más a fondo mis caudales en el rifi-rafe final. Es una tentación bibliófila. Pocos habrá en España que la posean, pero con los tiempos que corren me asaltan dudas de que quede algún fulano que suelte más de doscientos machacantes por un libraco en rústica. Aunque siempre mediará algún Shylock.