El ILOTA

El amo me tiene encerrado en el barracón del patio. Sujeto por una cadena a la correa del cuello. Soy como un perro; no soy más que un perro. Me mantiene a oscuras porque no quiere por mi causa malgastar el aceite. Me da de comer bazofia como con la que alimenta a sus marranos. La barraca no es más que una pocilga. Cuatro tablas con un tejado sin remachar por donde filtra la lluvia. Soy esclavo, soy hijo de esclavos. Mis padres perdieron su honor cuando los lacedemonios ocuparon laconia. Antes vivían de la tierra: una tierra fértil regada por húmedos ríos. Nunca conocí otro horizonte que el Taigeto. Amo este valle, porque en él reconozco mis raíces; pero sé que tras las cumbre elevadas se haya la libertad. La libertad no la he conocido en vida; todas mis decisiones se han plegado a una resignada sumisión.

Desde mi infancia adoré al amo como si fuese un dios.  Mi cándida mirada lo observaba entrar en casa ceñido por su armadura, dando rigurosas instrucciones a mi padre y envolviendo con extrañas miradas a mi madre, de las que más tarde, cuando crecí, averigüe su obscenidad. Mi padre lo bañaba, cuidaba del fuego del hogar, cepillaba a sus brutos, lo untaba con aceite cuando acudía a la palestra, le servía el vino, velaba sus armas antes de la batalla. Mi madre preparaba su comida,  lo recibía en el lecho cuando en las noches se presentaba bebido y hacía salir a mi padre para que se ocupase de sus podencos. Desde la oscuridad de mi lecho, escuchaba yo sus lascivias, las blasfemias derramadas sobre el cuerpo profanado de mi madre. Sabía que tras estas odiosas visitas, el humor de ella caía siempre en la acritud; su corazón se volvía severo y yermo, indiferente a cualquier cálido sentimiento, duro como un mineral, carente de amor. Se sabía cruento el amanecer, cuando se experimentaban tan frecuentes las tinieblas del infierno.

En la choza no había vida familiar. Con tal desarraigo fui criado, padeciendo las iras de mi padre que se desquitaba, escarneciendo mis lomos con una fusta, de las vergüenzas de su deshonra.  Mi madre raramente me hablaba si no era para recordarme mis obligaciones, que se resumían en una: servir a los amos:  el estratego Androcles, su esposa, sus hijos, esos malnacidos que me apedreaban, me zaherían con pullas, me escupían, me humillaban, hasta hacerme escapar a los campos acosado por sus mastines. Solo cuando me perdía en el bosque, y se escuchaban lejanos los ladridos podía decirse que volvía a encontrarme. Creía entonces que, si el mundo me permitía un momento de paz junto a la fresca corriente de un riachuelo, acariciando mi frente los juguetones rayos de sol que penetraban la espesura de los árboles, la realidad no se reducía al pequeño rincón de Sparta. Podía existir un mundo donde la vida fuera bendición y no castigo. Y solo esta esperanza permitió que los años pasaran. Mi padre murió en la guerra sirviendo a su señor. Acabó con él una flecha argiva que taladró su cuello de parte a parte, cuando protegía a Androcles, que había perdido su escudo en la refriega. A mi madre la desposaron con otro esclavo, que no quiso saber nada de mí. El viejo Androcles ahora me ha escogido para atender a sus hijos.
La tiniebla del barracón es densa, se presienten todos los terrores de la noche. Sé que pronto me soltarán y me echarán los perros. Y Nagis y Atesidoro, los hijos de Androcles, saldrán en mi busca. Sé que quieren mi sangre, mis yertos despojos de ilota para probar su hombría, y ser aceptados entre los homoioi. En cualquier recodo del camino, tras una enramada cualquiera  me asaltará toda la furia sanguinaria de Sparta, con toda la crudeza de su significado, y no sé si en el vasto universo habrá respuesta para el grito más íntimo de mi dolor.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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