¡ÁBRETE, SÉSAMO!

Caminando la madrileña calle del Príncipe, en uno de sus portales me topo con un reducido escaparate que llama mi atención. En él se exponen unos cuantos libros junto a la fotografía de un Hemingway ya maduro, barbado y canoso, posando exultante bajo una esquela en inglés que más o menos viene a decir lo de siempre: "Este lugar lo frecuentó Hemingway durante su estancia en Madrid". Ojeando más detenidamente los libros expuestos, descubro que en su mayoría corresponden a obras que en su día fueron galardonadas con el premio Sésamo de novela. Reconozco que nunca sospeché que tal premio estuviese patrocinado por una taberna en concreto de Madrid, como por un Café lo estaba el Gijón, fundado por Fernando Fernán Gómez. Tras la vitrina se advierte un ejemplar de Anagrama de El bandido doblemente armado de Soledad Puértolas, un libro de Cela que fue Planeta, una edición de Anaya de Papel Mojado, de Millás, y desplazadas en un rincón unas novelas sobre las que no tenía referencias pero que en su día también fueron agraciadas con el "Premio". Sus títulos y autores me son del todo desconocidos.

Tentada mi curiosidad, me decido a entrar en la taberna. Al final de un solitario pasillo, una estrofa inscrita en la pared, rubricada por Machado, da la bienvenida al visitante. Como siempre en Madrid se habla de la poesía y los poetas. La curiosidad me llama a considerar lo que depararán estas Cuevas de Sésamo, lugar candente  de las legendarias noches madrileñas. Pasa por ser un pequeño antro de poetas, sobrado de rincones solitarios donde celebrar los cenáculos. Un pianista ameniza la velada desde un piano de pared. La partitura no me resulta familiar, aunque no me he fijado bien si toca de oído. Al alzar la vista, descubro los muros decorados con dibujos y grabados, alguno de ellos firmados por personalidades bien conocidas. Frente a mí, una viñeta de Summers. A su vez se aprecia alguna extravagante escultura dispersa en distintos espacios. Pido una cerveza, decidido a permanecer cierto rato en el establecimiento. Coincidiendo con mi llegada, el pianista se toma unos minutos de reposo. Ya maduro coqueteo con una bohemia que se me escapó en la juventud. Escucho el cuchicheo de las mesas próximas, en las que presumo que no se habla de letras. A mitad de mi cerveza concluyo que en las Cuevas de Sésamo ya no quedan poetas, quiero decir poetas con obra. No se aprecian émulos de Rimbaud o de Cavafis. El ambiente no invita a permanecer allí mucho rato. No llego a apurar la cerveza y me encamino la barra no sin cierto desencanto. Una vez allí pregunto al camarero sobre la celebración de tan afamado premio. Me confirma que ya no se convoca, que es ya casi un olvidado evento del pasado. Lo que me pregunto es qué es lo que haría el sesentón Hemingway en ese antro de juveniles poetas. Quizá le pasara como a mí, que le picaba la curiosidad y se regocijaba observando a la fresca carne de cañón de la poesía. En el momento de marcharme, el local se anima con una pieza de Ragtime, que ofrece el pianista de regreso a su instrumento. De allí se va uno sin embolsarse ni la calderilla de Alí Babá ni esclarecer el  secreto que la musa retiene a buen recaudo en el Parnaso.

Tales Cuevas fueron cavidades concurridas en la posguerra. La intelectualidad troglodita se refugiaba en tales cavernas, donde era familiarmente reconocido el arisco espécimen de la contracultura. Se dice que las "cuevas" son hábitat de desarraigados y de gitanos; es más que seguro que a una categoría equivalente han de pertenecer los poetas bisoños. El oficio poético fue profesión noble en las nobles edades; hoy, en las edades parias, pasa por ser oficio de "canallas".
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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